Recuerdos de un
pueblo básicamente agrícola y ganadero.
Desde
la comodidad de mi casa, y evidentemente relajado por la belleza del paisaje,
contemplo con verdadera placidez todo lo que mi vista alcanza. A mi derecha, la
sierra de las Mezas, y frente a mí, la gran mole de Jálama, “Salamati”,
venerado por el antiguo pueblo celta de los vetones; además espacio, que fue,
de una pequeña fortificación árabe, y también testigo impasible del paso de
Almanzor con sus cuarenta mil jinetes camino de la razia dirigida contra
Santiago de Compostela; así mismo montaña donde se llevo a cabo, en su ladera
norte, la construcción con sillares de granito, de una nevera octogonal en 1662,
bajo el mando de Gaspar Tellez-Giron y Sandoval, capitán general de las
fronteras de Castilla la Vieja en las guerras de la frontera, como avance de
la ingente obra llevada a cabo en Aldea
del Obispo en 1663, con la puesta en pie del Fuerte de la Concepción. Y las dos
montañas de suma importancia en la historia medieval del reino de León, una, en
el trazado de la frontera, y fuente de dos importantes ríos de España y
Portugal, el Águeda y el Coa, y la otra, muralla de retención en la conquista
de la transierra extremeña. La contemplación de un paisaje tan espectacular que
mi situación me permite, se extiende al resto de montañas y accidentes
orográficos dignos de ser visitados detenidamente, para poder apreciar in situ
y con detalle, toda su belleza y disfrutar de la paz y tranquilidad que aportan
: Teso de la Matanza, Teso de la Nave, Fuente de la Nave, Los Cortaderos, El
Carigüelar, El Mortajo, Torres de Fernán Centeno, Cortada de Rapapelo, Cortada
del Rayo, Corral de la Lana, El Guijarro, Fuente de los Salgueros, El Espinazo,
Cancho de la Caraba, La Carbonera, Fuente de la Carbonera, Canchal del Pantano
de los Grajos, Fuente Cabuera, La Mojonera, Refiesta, Los Llanos y El Manantial
del Roladrón; en una concatenación de
montañas que unen Jálama con las Mezas, al mismo tiempo que separan la
provincia de Salamanca de la de Cáceres como si de una muralla se tratara, con
dos puertas abiertas que unen estos territorios, la carretera de Santa Clara y
la del Puerto Viejo. Entre estas montañas cobran especial importancia Las
Torres de Fernán Centeno y El Teso de la Nave, una, relacionada con la morada
de este personaje, Castillo de Rapapelo, y desde donde llevo a cabo injusticias
y robos en toda la zona, abusando del dominio del señorío de los Centeno, y la otra, debido a
las disputas entre los pueblos de un
lado y otro de la sierra a consecuencia de los limites de sus términos. Gran
parte de esta muralla está cubierta de pinos y robles. Los pinos, son el resultado
de la repoblación llevada a cabo a partir de mediados del siglo XX en las zonas
de montaña, y que poco a poco los agricultores fueron extendiendo a las tierras
de cultivo; y los robles, árbol propio de esta zona, con algunos ejemplares
centenarios; considerado como árbol sagrado de los celta, uno de los primeros
pueblos que habitaron estas tierras.
Jalama, carretera de Santa Clara
Tanto
Jálama como las Mezas son consideradas en las leyendas populares, montañas colmadas
de grandes tesoros, a veces basados en libros que señalan incluso los sitios
exactos donde se pueden localizar fabulosas cantidades de oro abandonadas por
los moros al ser expulsados de estas tierras. Una de las muchas referidas a la
montaña de Jálama, sitúa el tesoro a ocho pasos hacia el poniente a partir de
la Fuente de Hinchacuartillos, en una cueva de ladrillos cocidos, la cual
estaba repleta de oro. Las Mezas al igual que el Canchal de los Moros, y otras
muchas montañas, también son lugares donde la imaginación popular sitúa los
tesoros más fabulosos. En el caso de las Mezas, la referencia también parte de
una fuente, la Fuente de Navamajada, situada debajo de dos peñas, en una de las
cuales hay grabado un yunque de dos puntas como señal inequívoca del lugar del
tesoro, que lo sitúan entre estas dos peñas en una tinaja con seis arrobas de
oro. Las leyendas, como consecuencia de la confluencia, en un mismo punto, de
los limites rayanos de España y Portugal y de los términos jurisdiccionales de
las diócesis de Coria, Ciudad Rodrigo, Guarda y Lamego, en la cima de las Meza,
sitúan una mesa en ese mismo punto, alrededor de la cual se reunían dos reyes y
cuatro obispos, cada uno sentado en su silla, y dentro de su territorio. El
gran pilar levantado en ese mismo punto, y que fue derribado a mediados del
siglo XX, dio el segundo nombre a esta montaña, por el cual la conocen la mayor
parte de las gentes de la zona “EL Picoto”. Este mismo pilar es el que abre
como logo este blog.
Sierra de las Mesas. Foios
Al
cabo de un rato entretenido en estas reflexiones, y tras llamar mi atención las
gentes que se afanan en los trabajos del campo en las orillas del Águeda, de un
lado y otro, cerca del puente del Encalao; las imágenes se agolpan en mi mente,
y los recuerdos de mi niñez y mi juventud se hacen presentes como si de nuevo
estuviese viviendo aquella época ya lejana. La misma sensación que, alguna vez,
cómodamente sentado en una sala de cine, me han producido ciertas imágenes, viendo
reproducidas escenas que muchos años atrás ya habían quedado gravadas en mi
mente. No escenas de ficción como las que contemplo en la pantalla, cuando el
actor australiano Crowe interpretando la figura de un supuesto general romano,
Máximus Decimus Meridius, camina por sus campos de trigo de Hispania,
acariciando suavemente con sus manos las mieses para comprobar el grano de las
espigas, sino imágenes reales llevadas a cabo por hombres de esta tierra,
hombres jóvenes y fuertes, sin los correajes de las legiones romanas, que
desafiando las altas temperaturas y el viento abrasador que mueven los
sembrados, tostando estos, al mismo tiempo que van tornando el color de sus
rostros por un moreno de verde luna, como dice el poeta, caminan por sus campos
acariciando también suavemente las mieses, parándose de vez en cuando, para mirar
a su alrededor y contemplar los sembrados, cogiendo una espiga que, acto
seguido, frotan con ambas manos para deshacerla y con ademanes tranquilos soplar
sobre ella una vez deshecha hasta quedarse solamente con el grano, para así
poder valorar la cantidad y calidad de la cosecha.
Así,
de esta forma, poco a poco, los recuerdos se van haciendo presentes.
Nací
en una tierra donde según mis vecinos los extremeños al frio le decimos fresco
¡Joel con lus castellanus que al friu le dicin frescu! Una tierra de inviernos
duros, donde el viento gélido puede agrietarte las manos y curte la piel de los
rostros.
En
claro contraste con la climatología, sus gentes, con un trato cálido y
familiar, estaban siempre dispuestas a ayudarse unos a otros en cualquier
momento y circunstancia. Circunstancias que podían ser la construcción de una
vivienda, que al ser el material de los muros exteriores de piedra de granito,
abundante en la zona, el trabajo consistía en transportar este material en
carros hasta el lugar de la
construcción, ofreciéndose voluntariamente muchas personas para hacer este
trabajo, sobre todo los allegados, amigos y vecinos. El levantamiento del
edificio, era contratado a jornal a aquellos viejos albañiles que a la vez eran
diseñadores, canteros y constructores, lo que antiguamente se denominaba
maestro de obra prima. Los pendolones de los cerramientos eran calculados y
construidos por los carpinteros del lugar, especialmente por Manuel Carmona, a
jornal o a precio cerrado.
Cuando
los trabajos repercutían en beneficio de la comunidad: puentes, caminos, presas
etc…, estos se hacían a concejil = trabajos comunes a los vecinos.
Otra
de las circunstancias, esta desgraciada, eran los incendios en las viviendas o
en los establos de los animales, aquí se volcaban todos los vecinos para sofocar
los fuegos cuanto antes, formando cadenas humanas a falta de bomberos o
mangueras, que iban desde las fuentes o el río hasta la casa o el establo
incendiado, pasándose los cubos de agua de unos a otros lo más rápidamente
posible en el intento que el fuego provocase el menor daño, y después ayudar
con enseres, o comida para los animales, dependiendo si el fuego era en la casa
o en los establos.
En
los fuegos en el campo, la respuesta era la misma por parte de todas las
personas, tratar de sofocar los incendios con todos los medios a su alcance.
Estos solían ser las mismas herramientas del trabajo, utilizándolas para hacer
cortafuegos, creando zonas limpias de vegetación, y con la ayuda de escobas o
ramas verdes de los árboles, poder controlarlo hasta su extinción.
En
el tiempo de las matanzas, a más de de prestar una ayuda, era una fiesta
familiar de abuelos, tíos y primos que se reunían, incluso algún amigo o vecino
experto con el cuchillo, si fuese necesario, para sacrificar y despedazar los
animales, que después hombres y mujeres salarian, triturarían en las maquinas,
y adobarían para llenar las tripas, naturales o no, con el aderezo preparado
para los lomos embuchados, morcones, chorizos de vuelta, chorizos de hueso,
morcillas, buchanos, y también farinatos; estos típicos de de Ciudad Rodrigo;
además de preparar los jamones las hojas de tocino, las orejas, los pies de
cerdo, y el espinazo, para proceder al salado de todo. Entre unas faenas y
otras después de llevar a analizar los cerdos, siempre había algún trozo sobre
las brasas que, acompañado de la pruebe de los diferentes tipos de embutidos
para apreciar si estaban en su punto para el llenado, se iban degustando, acompañándolo
con algún trago de vino dulce y templado que reposaba en la piedra del hogar
cerca de las brasas, como forma de combatir el frio. Todo listo para ir matando
el gusanillo mientras se iban ejecutando los trabajos y llegaba la hora de la
comida.
La
mayor parte de las veces el frio intenso ya se hace presente en estas fechas, y
el clima extremo cubre esta tierra, a veces, con un blanco manto, solamente
mancillado por las huellas de los animales que salen de sus madrigueras en
busca de alimentos.
El
deshielo, unido a las bajas temperaturas, propicia la aparición de largos chupones
que penden en los aleros de los tejados.
Una
tierra donde la lluvia cae con frecuencia, unas veces con suavidad y otras
acompañadas de fuertes ventiscas que hacen que el agua parezca venir de lado y
no de arriba, y que produce comentarios en algunos visitantes, con expresiones,
como, ¡En este pueblo llueve de lado!
Lluvia a la vista.
Una
tierra que, más tarde, cambia su blanco manto por una túnica verde salpicada de
vivos colores y anunciando una primavera repleta de sensaciones agradables para
los sentidos, paisajes inolvidables, cientos de aromas diferentes, sonidos
armoniosos que, son provocados, unas veces, por el agua cantarina de sus ríos y
arroyos al sortear los altos riscos de las montañas para convertirse en suave murmullo
relajador en los espacios llanos.
Otras
veces en cambio, es el canto y las inigualables melodías de las diferentes
especies de aves que surcan el aire o saltan de rama en rama de los árboles,
despertando del soporífero invierno y anunciando el despertar de la vida en la
naturaleza; acompañado, todo esto, por el correteo y el colorido de las grandes
polladas de perdices que van tras sus madres en busca de alimentos,
desapareciendo como relámpagos al más ligero atisbo de peligro.
Las
siluetas de conejos y liebres, levantadas sobres sus patas traseras,
olisqueando el aire y con las orejas rectas detectando el más ligero movimiento
que les pueda ocasionar un peligro, era otra de las características de esta
tierra llena de matices y colorido.
Una
tierra donde el lobo, el lince y el zorro, tenían sus espacios. El lobo siempre
al acecho de alguna víctima, atacando en ocasiones los rebaños en zonas
desprotegidas de la vigilancia de los pastores, o de los perros que cuidaban
estos rebaños. Los terneros, en ocasiones, también eran víctimas de estos
ataques, en una época donde las cabezas de ganado sobrepasaban los veinte mil
ejemplares entre bovino, ovino y caprino.
Algunas
veces, en las noches de invierno, se podía escuchar el aullido amenazador de
estos lobos desde los cerros cercanos al pueblo.
El
lince, un gran cazador, recorría los bosques y la sierra en busca de: conejos,
liebres, perdices o pequeños animales. Y el zorro vigilando sus presas favoritas:
gallinas, gallos y cochinillos, merodeaba cerca de gallineros y zahúrdas
esperando el momento de atacar y llevarse las presas que podía.
El
jabalí, seguido de la manada de rayones, aunque un espectáculo en la
contemplación de su marcha, producía estragos en sembrados y en praderas con
zonas frescas, buscando raíces y otros alimentos; aprovechando para tomar baños
de barro; cosa frecuente en estos animales, asegurando de esta forma su
regulación térmica al tener las glándulas sudoríparas atrofiadas; aunque
existen además otras razones que inducen este comportamiento. También eran un
azote para las perdices, destrozando sus nidos
para comer los huevos y cuantos animales pequeños encontraban a su paso:
polluelos, culebras, lagartos etc... En su recorrido destrozaban los maizales
para alimentarse con el grano de las mazorcas; frecuentando también las zonas
de castaños a la caída de los frutos en el
otoño.
Sus
ríos, de aguas cristalinas, daban cobijo a gran cantidad de truchas, tanto
arcoíris, como la trucha marrón, ésta especialmente en aguas muy frías del
Roladrón, saliendo en ocasiones por los canales de riego y apareciendo sobre la
hierba después de regar las praderas. Esto daba lugar a que muchas veces, en
charcos pequeños, se viesen buenos ejemplares, resultando fácil para los adolescentes
hacerse con alguno de ellos sin grandes dificultades. Los barbos y las anguilas
eran otros de los pobladores de estos ríos.
En
época de lluvias aumentan su caudal excepcionalmente, convirtiéndose en ríos de
aguas bravas, hasta tal punto que, su contemplación, aun hoy, es una de las
atracciones de los vecinos y tema de conversación de todos, principalmente en
la altura que llegan a alcanzar las crecidas a su paso bajo los puentes.
El
estruendo producido por sus aguas en zonas encallejonadas, entre grandes
peñascos, como las situadas entre la Fábrica de la Luz y el chozo de Habanero,
sobrecogen el ánimo y hace que deban tomarse muchas precauciones para acercarse
en lo posible a contemplar un espectáculo que te cautiva y al mismo tiempo te
llena de temor.
La
primavera de esta tierra, aunque tarda como en la primavera soriana de Machado,
es inolvidable y bella como pocas.
El
aumento de las temperaturas hacen que, este manto primaveral de paso a otro
rojizo de mieses en sazón que se mueven suavemente por el aire de la brisa.
Estas mieses, más tarde, van cayendo bajo el certero golpe de las hoces,
manejadas por hombres inclinados extremadamente hacia delante para que el corte
sea lo más cercano a la tierra, y así aprovechar después el balago para los
animales; hombres por cuya frente se deslizan gotas de sudor que bañan sus
rostros, y cuya postura se acentúa cada día más por la fatiga de las duras e
interminables jornadas. Algunos de ellos, de tez abatida, preferían, en algunas
ocasiones, el descanso reparador a la comida, al finalizar aquellas penosas
jornadas que transcurren todas bajo un sol abrasador. ¡El sol de la meseta! Sol
que va minando día a día la resistencia de todos los que se atreven a desafiarlo
y que dio pie a que Rosalía de Castro proyectase a través de su pluma, en 1861,
aquellos versos cargados de rencor y odio contra Castilla y los castellanos.
Castellanos de Castilla
¡Castellanos
de Castilla,
tratade
ben ós galegos:
cando
van, van como rosas;
cando
vén, vén como negros!
Cando
foi iba sorrindo,
cando
veu, iba morrendo
a
luciña des meus ollos,
o
amantiño de meu peitu.
Aquel
máis que neve branco,
aquel
de dosuras cheio,
aquel
por quen eu vivía
e
sin quen vivir non quero.
Foi
a castilla por pan,
e
saramagus lle derun,
dérunlle
fel por bebida,
peniñas
por alimento.
Dérunle,
en fin, canto amargo
te
la vida no seu seo…
¡Castellanos
, castellanos,
tendes
corazón de ferro!
(………)
Permita
Dios, castellanos
castellanos
que aborreso,
que
antes os gallegos morran
que
ir a pedirvos sustento.
Pois
tan mal corazón tendes,
secos
fillos do deserto,
que
si amargo pan vos ganan,
dádesllo
envolto en veneno.
(……….)
¡Castellanos
de Castilla,
tendes
corazón de acero,
alma
com as penas dura,
e
sin entrañas o peito. Rosalía de Castro.
La
explotación de los menos favorecidos por los dueños de grandes latifundios y
señoríos, nada tenía que ver con el trato dado por los medianos y pequeños
propietarios a las personas desplazadas para realizar la siega, ya que en este
trabajo, la mayor parte de las veces, los que abrían o cerraban las cuadrillas
de jornaleros, en esta tierra, tanto en aquel tiempo como en el siglo XX, eran
los propios agricultores dueños de los sembrados y que de alguna manera
marcaban el ritmo del trabajo; participando todos de los mismos alimentos y a
las mismas horas, algunos de ellos servidos por las mujeres de los agricultores
en el mismo corte. (Zona de trabajo)
El
sol, por más empeño que pusiese Rosalía en su obra, si bien es verdad que
podría ser como un suplicio en aquellas largas jornadas, nunca podrá hacer distinción
entre gallegos, castellanos, extremeños, portugueses, o cualquier otra persona
de las que estaban expuestas durante todo el día a unos rayos que abrasan los
hombres y los campos, tanto en Castilla como en Extremadura. Sufriendo, todos
por igual, los mismos rigores y penurias.
¡Años
estos, muy duros! Años donde el trabajo, para todas las gentes del campo, se
realizaba en largas jornadas, de sol a sol, y las comodidades eran escasas para
todas estas personas desplazadas, teniendo que descansar en lugares destinados
a almacenar el heno y la paja de los animales; aunque, en aquellos tiempos, las
comodidades eran escasas para la mayor parte de las gentes del campo, como deja
claro Madoz señalando que las casas son de planta baja, y la mayor parte de
ellas con pocas comodidades. Esto debía suceder en la mayor parte de los
pueblos de Castilla en aquella época.
La
finalización de estos trabajos realizados por los segadores, daba paso a largas
caravanas de carros por todos los caminos, cuyas formas en sus cargas eran elaboradas
cuidadosamente por las rudas manos de los agricultores como si de esculpir una
obra se tratara. Este mismo cuidado en el bien hacer en las tareas del campo,
era mantenido por estas personas al colocar los haces en la era para la elaboración
de las hacinas. Obras perecederas que, más tarde, se desharían para convertirse
en grandes círculos de mieses esparcidas sobre el valle, donde día a día, los
trillos, normalmente arrastrados por parejas de vacas y con pasajeros
adolescentes, iban deshaciendo poco a poco las espigas y triturando el balago,
para que al final, con ayuda del viento, pudieran separar el grano de la paja.
Con
el paso del tiempo, las maquinas de trillar servirían para realizar esta labor
y evitar las largas y penosas jornadas sobre los trillos a mayores y
adolescentes, pero borrando para siempre aquellas bucólicas imágenes de los
campesinos dándole la vuelta a la parva, descansando o comiendo para recuperar
fuerzas, cobijados bajo sombrajos construidos con palos, escobas, azaoces y
ramas verdes de otros arbustos. Sombrajos levantados exclusivamente para la
temporada de trilla, y casi siempre por varias familias que se unían para
llevar a cabo las faenas de recolección de los cereales.
Durante
los descansos podía verse a estos grupos y algún visitante de los que
realizaban trabajos cerca, charlar animadamente bajo los sombrajos, pasándose
la bota de vino o el barril de agua fresca de unos a otros, mientras con el
pañuelo secaban el sudor que cubría sus rostros, echando hacia atrás los
sombreros en el intento de limpiar sus frentes al mismo tiempo. Las camisas
pegadas a sus torsos, como consecuencia del esfuerzo físico, marcaban unos
músculos poderosos, forjados día a día con los intensos y duros trabajos del
campo.
Otras
veces, esta pausa, era en espera que el viento se moviese, para colocados en
hilera, levemente inclinados, lanzar al
aire con el liendro (aventar) el contenido de la parva, que caía, el grano, a
los pies de los que participaban en estos trabajos, alejándose la paja
arrastrada por el viento y depositándose
separada ya del grano.
Otras
veces la extracción del grano de centeno se llevaba a cabo mediante la malla;
el golpeo de la espiga con una apero llamado mangual, que era volteado por
encima de la cabeza del que lo utilizaba, para descargarlo con gran violencia
sobre las espigas, logrando así la extracción del grano. Esta herramienta
constaba de dos partes de madera unidas mediante una correa de cuero, una parte
era el mango para poder utilizarla, y la otra, bastante más gruesa, la que
golpeaba directamente las espigas.
Algunas
personas mayores, por falta de fuerzas, llevaban a cabo la extracción del grano
de centeno volviendo el trillo por la parte de las pernalas (pedernales) y
golpeando las espigas directamente sobre ellas.
Estos
trabajos, además de en las eras, era de abajo y era de arriba, se llevaban a
cabo sobre rocas grandes y planas a las que los campesinos denominaban laisis o
laisitas, cercanas a las casas de campo y los terrenos donde se cultivaban los
cereales. Algunas veces, al no haber laisis cercanas, los agricultores
construían grandes círculos con lajas para poder llevar a cabo la trilla.
En
las eras de abajo, al caer de la tarde, las faenas eran amenizadas por el croar
de un gran coro de ranas que poblaban las lagunas del Bardal. Un pequeño
humedal que se había originado en la antigüedad por el lavado de tierras,
buscando minerales como el oro y el estaño, que habían sido arrastrados por las
aguas del Roladrón en sus desbordamientos. Estas lagunas eran frecuentadas por
las cigüeñas y diversas especies de aves en busca de alimentos.
Después
de limpiar las parvas, el grano era recogido en sacos que los agricultores se
cuidaban de transportar en los carros para descargarlos en lugares donde no les
pudiese afectar la humedad; mostrando su resistencia y fuerza aquellos que se cuidaban de estos
menesteres, al transportar sacos que sobrepasaban los cien kilos, teniendo que
acceder a sitios altos, incluso subiendo escaleras.
La
paja era recogida para alimentar el ganado, transportándola en carros provistos
de redes y descargándola en los sobrados de los establos. Esta labor era
llevada a cabo por los hombres que, provistos de liendras, volteaban la paja
hacia el interior de las redes, mientras que la mayor parte de las veces,
adolescentes, acalcaban la paja para poder transportar mayor cantidad.
En
esta época, normalmente antes de la siega, a finales del mes Junio, la guadaña
manejada por manos expertas, acababa con las verdes praderas; escuchándose
antes del comienzo de la jornada, el repiqueteo del martillo sobre el filo de
la guadaña, apoyada sobre un pequeño yunque clavado en la tierra, preparándola
para la dura jornada. La puesta a punto de la guadaña terminaba asentando el
filo con la piedra de afilar.
Cuanto
mejor preparada estuviese la herramienta, menos resistencia oponía al corte y
menos esfuerzo para la persona que manejaba esta, logrando abarcar más terreno
y lograr que los maraños fuesen más
grandes, para así dar fin al trabajo lo más rápidamente posible.
A
continuación se esparcía la hierba para que el sol hiciese su labor de desecación,
dándole la vuelta con unas horcas especiales de madera y completar el secado.
La hierba, convertida ya en heno, era emborregada con enciños de madera,
depositando estos borregos sobre los vencejos extendidos en el suelo para
atarlos y formar los haces. Estos vencejos eran confeccionados con hierba larga recogida al guadañar, o con
balago seco de centeno, mojándolo para que no se partiese al utilizarlos;
constaban de dos partes unidas en el extremo de las espigas.
La
finalización de todas estas faenas da paso a una ligera relajación en los agricultores,
para seguidamente volver otra vez a las jornadas de intenso trabajo con la
recogida de la patata, otro de los soportes de esta economía de subsistencia,
quizá la más característica de la zona, ya que los vecinos de los pueblos
cercanos apodaban a los habitantes de esta villa, los patateros.
Antaño campos de cereales, hoy pinos castaños y robles.
Otra
vez los campos volvían a estar llenos de vida y de una actividad frenética. Personas
de diferentes partes de la frontera, sobre todo mujeres, acudían en busca de un
jornal que aliviara sus economías, acompañando a los propios del lugar. Unos
empuñaban las azadas, para con certeros golpes dejar al descubierto grandes
cantidades de patatas que otros iban recogiendo en cestas para llenar los sacos,
que serian cargados en los carros por los hombres, ayudados en ocasiones por
las mujeres, para transportarlos a los lugares donde quedarían almacenadas
hasta su venta o consumo. Al atardecer sobre todo, la cantidad de carros solían
ocasionar largas hileras por los caminos hasta su entrada en el pueblo. Los trabajadores
y trabajadoras regresaban a sus casas formando grupos, comentando las
incidencias del día.
Los
trabajos en el campo no cesan, los agricultores, cuando las noches igualan con
los días, volvían a emplear la reja, hundiéndola profundamente para que la
tierra quedase suelta y esponjada, utilizando otras herramientas, como la grae
y la rastra, para una buena puesta a punto de la tierra, mezclándola con el
estiércol de los establos y preparándola para la siembra de los cereales, y más
tarde también para las hortalizas.
Así
la rueda vuelve a girar: la siembra, el invierno con sus largas noches, la
primavera vistiendo los campos nuevamente del verde de los trigales salpicados
de rojas amapolas, los campos de centeno, cebada, algarrobas, maíz y hortalizas,
que un día llenarían las paneras y también servirían de complemento para la
alimentación de los animales: vacas,
cerdos, gallinas, cabras, ovejas, burros, mulos y caballos. Todos de suma
importancia para las economías del siglo XIX y XX en todos los pueblos.
La
importancia del ganado, tanto bovino, como ovino y caprino, es evidente debido
a las economías de las gentes del campo y la manera de sacar adelante los
cultivos, no solo por la utilización que se hacía del ganado vacuno para estas
labores, y juntamente con el ovino y caprino para estercar los campos, sino
también como fuente de ingresos, debido a la cría de terneros, corderos,
cabritos, la elaboración de quesos y lo que suponía también la abundancia de leche
para la venta o consumo propio, sin olvidar la importancia de la lana de las
ovejas.
Aunque
las características del terreno son más propicias para el mantenimiento del ganado
caprino, ya en el siglo XVIII aumento la cantidad de ganado ovino,
incrementándose en gran manera durante el XIX, originado principalmente por la
cantidad de lana necesaria para la fabricación de tejidos y sombreros, llegando
alguna de las familias que se dedicaron a estos trabajos, como los Montero
(Mocho), principales fabricantes, a mantener una cabaña muy importante de
ovejas entrefinas para el abastecimiento de lana. La producción de lana podría
alcanzar unas 112 arrobas por cada mil ovejas, calculando una arroba por cada
nueve ovejas, tal como indican: Antonio Fernández, procurador sindico del
común, Jacinto Guerrero y Manuel López, todos vecinos de Navasfrías, al
asesorar al responsable de catastrar los bienes de esta Villa en 1753. Así
mismo la producción que fijan para los carneros a partir de los dos años, es
una arroba de lana por cada siete animales.
Todo
esto suponía emplear a un buen número de personas, tanto para el cuidado de los
animales como para la preparación de la lana: esquileo, lavado, hilado y la
fabricación de sombreros y tejidos, así como el tintado.
Algunos
de los rabadanes y pastores empleados, llegaron a mantener rebaños propios de
más cien ovejas por pagos en especies “Escusa”.
La
distribución y venta de los sombreros, era llevada a cabo por uno de los hijos
de los dueños, Isidoro Montero Acosta, transportándolos en reatas de caballos a través de toda Extremadura
hasta Andalucía, donde distribuía la mayor parte; llegando a durar algunos viajes de ida y
vuelta, más de un mes.
El
tintado de los sombreros era llevado a cabo en un edificio llamado la Tinta,
cercano al puente del Bardal; hoy vivienda de una familia. Debido al clima tan
lluvioso, a veces, los sombreros al empaparse en agua, soltaban algo del tinte
que caía por el rostro de los propietarios; problema que este fabricante soluciono
cambiando las ovejas blancas por las merinas negras necesarias para la fabricación de los
sombreros. En esta época figuran muchas personas en los censos con el oficio de
tejedor, ya que no solamente eran los Mocho los fabricantes de tejidos y sombreros.
Los dos últimos fabricantes de sombreros, ya bien entrado el siglo XX, fueron
José Montero Caballero y Emilio Acosta Caballero. Los dos descendientes de
aquellos primeros Acosta que llegaron del vecino reino de Portugal, y que
comenzaron estos trabajos; aunque fue la entrada de Fcº Montero (Mocho),
natural de Pausafoles do Bispo, en esta familia, el que más impulso le dio a
esta actividad, y sus descendientes los últimos en abandonarla.
Los
tejidos también necesitaban de la agricultura para la fabricación de telas de
lino. Quedando constancia en la toponimia del pueblo de Navasfrías con nombres
como Los Linares, aunque fuese en la Vega Espinosa, donde se sembraron los
últimos campos de lino.
El
cierre de la fabricación de sombreros, colchas, lienzos y otras telas, hizo que
disminuyeran los rebaños de ovejas, aunque han seguido hasta hoy día en una
cantidad mucho menor.
La
existencia de las grandes puntas de cabras se prolongaron más en el tiempo,
hasta pasada la mitad del siglo XX, ya que muchos agricultores, además de los
cultivos, se ocupaban de mantener grandes rebaños de ganado caprino como ayuda
de sus economías; lo que hacía necesario la contratación de personas que se
ocuparan de este trabajo, la mayor parte gentes del vecino Portugal. Este
terreno, con mucho monte, era propicio para la manutención de estos animales,
dándoles refugio en las noches del crudo invierno, o durante las grandes
nevadas, en las majadas de sus dueños, distribuidas por todo el término.
Había
personas que para el consumo de leche en sus casas, si no tenían otros medios,
adquirían una, dos o tres cabras, las cuales eran cuidadas por los cabreros de
la Villa mediante un precio estipulado por cabra. Por las mañanas los dueños
llevaban las cabras a un punto acordado, no ocupándose más, ya que al atardecer,
a su regreso, cada una tomaba el camino de los establos de sus dueños. Esto
causaba sorpresa a las personas que no eran del pueblo y no estaban
acostumbradas a ver este espectáculo, ya que llego a haber tres rebaños de la
Villa de más de doscientas cabras cada uno, que entraban en el pueblo casi
todas al mismo tiempo, cruzándose en las calles y siguiendo cada una su camino.
Debido
también a la gran cantidad de ganado vacuno, y para el aprovechamiento de los
pastos de la Sierra y la Genestosa, el ayuntamiento, se cuidaba de contratar un
vaquero para el cuidado de estos animales.
La
subida a la sierra, se llevaba a cabo el día de San Pedro, desplazándose una
gran manada que los vecinos contemplaban con gran admiración, debido a los
excelentes ejemplares agrupados en el Bardal para emprender el camino. La
bajada de la sierra se producía en el otoño, a la caída de la hoja.
El
ganado porcino también era de suma importancia para las economías de las gentes
del campo, cebando la mayor parte de los vecinos, uno, o varios ejemplares para
el consumo propio y también para las comidas que se originaban debido a los
jornaleros contratados para las diferentes faenas durante todo el año. Esto
ocasiono que, hasta principios del siglo XX, una persona fuese ajustada por los
dueños de estos animales, ocupándose de sacarlos al campo durante el día.
De
esta actividad, el dicho de llevar los cerdos al porquero. El lugar escogido
para sacarlos al campo, también ha pasado a nuestros días, siendo conocido hoy
con el nombre de Cabeza Porquera.
Caballos,
mulos y burros, también fueron muy importantes para los agricultores, y para el
trabajo desarrollado por trajineros, lenceros, arrieros, aceiteros y chalanes
hasta mediados del siglo XX, cuando disminuyen tanto los trabajos agrícolas,
como la compraventa de los productos del campo en los pueblos de un lado y otro
de la sierra, por la implantación de los comercios y el cambio en los sistemas
de transportes. Algunas personas de Navasfrías aún seguían desplazándose a los
pueblos extremeños para vender patatas, garbanzos, judías etc… y en algunos
casos comprar aceite que después venden en sus casas. Lo mismo hacían las
gentes extremeñas con sus productos, aceite y toda clase de frutas,
vendiéndolos en los pueblos salmantinos, y en algunos casos adquiriendo otros
para consumo propio o para la venta en sus respectivos pueblos.
Los
versos del poeta charro, párroco en este tiempo del pueblo de Navasfrías, nos
refieren con una descripción fidedigna los usos y costumbres de algunas
personas extremeñas que se dedicaban a la venta de aceite en los pueblos
salmantinos.
LAGARTEROS
De la Sierra placenteros
salen
con machos y cueros
y
los pueblos de Castilla;
buscando
la pesetilla,
recorren
los aceiteros.
Parecen toscos y rudos,
aunque
suelen ser agudos,
y
no pecan de gandules;
gastan
calcetas azules
y
sombreros puntiagudos.
Como comen los lagartos
tan
verdes y tan rastreros
y
que no les cuesta cuartos,
de
escabeche siempre hartos
se
encuentran los lagarteros.
El
hercúleo Potenciano
que
tiene un mulo mogino
al
que aprecia como hermano,
corre
el país castellano
de
(El) Payo a Vitigudino.
Con la pata cojeando
y
a menudo tropezando
el
marrullero Ziquiel
va
por los pueblos cantando,
---Aceiti
de Villamiel…
Pardal, el celebre viejo,
que
tiene mucha correa
y
que arruga el entrecejo,
también
aceiti vocea
de
San Martín de Trevejo…
El Mulato con Froilán,
que
forman buena pareja,
alegres
cantando van.
---Aceiti
de Moraleja
del
Bodegón de Alemán…
Al cabo de las jornadas
pernoctan
en las posadas
con
lenceros y chalanes,
sazonando
las veladas
con
trolas y con refranes.
Ellos se guisan la cena
que
suele ser muy frugal,
echan
pienso al animal
y
roncan luego sin pena
tendidos
en un costal.
Matías
García Miguel (El cura D. Matías)
En
esta época se podían ver, algunas veces, un número considerable de caballerías,
sobre todo burros, en la zona del Bardal; el lugar donde sus dueños los
soltaban los días que no los necesitaban.
Todo
esto propicio que durante muchos años, la suma de todas las cabezas de ganado,
de este pueblo, se acercase a los veintidós mil ejemplares. Hoy día estas
cifras están muy reducidas y la presencia de caballerías, y ganado caprino, es prácticamente testimonial.
El
paso del tiempo es inexorable y la rueda del tiempo gira y gira para todos
aquellos que, un día, con mano firme, empuñaron las manceras, trazando en las
besanas surcos tan rectos como si de un tiralíneas se tratara.
Para
aquellos que fueron herederos de los conocimientos acumulados durante largos
años en temas agrícolas y ganaderos por sus antecesores, pero por falta de
fuerzas y de gente joven que continúe su labor, van cambiando con su mano los
campos y, donde antes en las sementeras, las semillas de su puño eran cereales,
fueron cambiadas por piñones de pinus pinaster, que poco a poco llenaron de un
verde perenne los campos y cambiaron para siempre la forma de vida en este
pueblo.
Para
aquellos que ayudaron a forjar los sueños de mucha gente y dejaron las huellas
de sus manos reconocibles en cada paso del camino, en cada piedra, en cada
árbol, regatos, valles y cortadas.
Para
aquellos que se orientaban en los campos y en la sierra sin necesidad de
brújulas, atendiendo las señales que les proporcionaba la naturaleza.
Para
aquellos que conocían exactamente el recorrido del sol en cada época del año
para situar los horarios sin necesidad de relojes.
Para
los que observando el comportamiento de los animales, tenían cierta seguridad
en los cambios atmosféricos.
Para
los que conocían de qué forma los cambios de luna influían en los partos de sus
animales, y sabían distinguir a todos llamándolos por los nombres que ellos
mismos les habían asignado, muchas veces relacionados con el color de su piel,
la forma de sus astas etc...
Para
aquellos que, cada mañana, tras sus rebaños, alegraban con sus gaitas el
comienzo de las duras jornadas de trabajo, soportando los rigores del tiempo.
Para
aquellos que desde las minas, labrantíos y praderas, con su optimismo y buen
humor, lograban contagiar a los demás, en una época que eran muy frecuentes los
sacrificios y las privaciones.
¡La
rueda del tiempo gira para todos, también para ellas! Ellas que con su carácter
indomable y su trabajo, noche y día, fueron compañeras en todo momento del
esfuerzo que supuso, en una época difícil, salir adelante en esta tierra.
Para
las que guiaron nuestros primeros pasos. Para las que nos enseñaron a musitar y
comprender los primeros sonidos.
Para
todos y todas que les precedieron y dieron continuidad también a sus
antepasados en la formación de esta villa.
Para
todos los que con su esfuerzo físico, negocios, conocimientos, lograron un
lugar tan bello y acogedor, y que ya para siempre serán parte de esta tierra desde
dentro de sus mismas entrañas.
¡Todos
ellos merecen nuestro recuerdo y gratitud!
Campanario de Navasfrías
Cantares gallegos
Ellas
fueron las que tocaron
cuando
los míos allí nacieron;
ellas
fueron las que lloraron,
ellas
fueron las que doblaron
cuando
mis abuelos murieron. Rosalía de
Castro